El pánico se desencadenaba en las calles de la isla Cozumel, como en aquellas películas de Godzilla cuando éste caminaba destruyendo edificios de cartón a su paso. Era la mañana del 18 de octubre del 2005 y lo inevitable estaba por suceder.
23 horas antes pensé que no quería repetir el tormento de vivir de nuevo la terrible experiencia de vivir un huracán. Acudí temprano con mis compañeros de trabajo a la oficina de Mexicana de aviación y conseguimos luego de una larga espera, los últimos boletos para salir de la isla. La posibilidad de alejarse por tierra ya no existía desde aquella mañana, pues el ferry había dejado de dar servicio para alejarse a puerto seguro. En ese momento había que esperar 24 horas y rezarle a alguien para que saliera nuestro avión o el huracán cambiara de dirección. Lo último me parecía casi imposible por el enorme tamaño del meteoro en las imágenes satelitales. Recuerdo que un taxista me dijo “se va a desviar esa Wilma para el norte, siempre pasa, no se preocupe, dos huracanes en la misma temporada es imposible”.
Había que estar preparados, así que fuimos de compras al único super que había, por si teníamos que quedarnos en la isla durante el huracán. Parecía que venían tiempos de guerra; anaqueles vacios y filas largas de carritos llenos de latas, botellas de agua y veladoras eran el escenario en el que cientos de cozumeleños corrían en busca de algo con que sobrevivir.
Desde Emily me impresionó que pocas horas antes de la llegada de un huracán el clima es perfecto; cielo despejado, sol intenso y una escalofriante tranquilidad, pues el huracán está concentrando el agua y viento para soltarlos con fuerza de repente. Pocas horas antes de aquel otro huracán anterior, recuerdo haber estado nadando durante la espera ya en el toque de queda. Mi mamá muy asustada que me hablaba desde la Ciudad de México no podía creer que siguiera asoleándome en una alberca muy campante.
Por la noche el pronóstico de las noticias era que Wilma era ya el huracán más grande y poderoso de la historia del Atlántico. El taxista se había equivocado. La imagen del televisor mostraba un mapa con la posible trayectoria, la línea roja atravesaba nuestra diminuta isla justo por encima.
Aquella noche casi no pude dormir, el recuerdo de aquellas horas de angustia durante Emily me daban vueltas en la cabeza. En aquel otro, mi primer huracán, terminé encerrado en un diminuto baño con otros dos compañeros abrazados a un garrafón de agua. Las paredes de lo que en ese entonces se llamaba “Hotel Days Inn” se cimbraban con la terrible fuerza del viento.
Amaneció aquel 18 de octubre del año 2005 y aún no era seguro que despegara aquel avión hacía la Ciudad de México, donde supuestamente me iría. Lo tomaríamos, o nos quedábamos con los casi 60,000 cozumeleños que no tenían más que quedarse a cuidar de sus familias y bienes.
Nos habían pedido que llamáramos al aeropuerto para ver si saldría nuestro vuelo. Decenas de llamadas sin respuesta aumentaban nuestra angustia. No recuerdo haber desayunado siquiera aquella mañana. Tomamos algunas pertenencias y con boleto en mano fuimos hasta el aeropuerto. Al cruzar la ciudad el miedo se podía ver en las caras de la gente y en la gran velocidad de las motocicletas. Filas interminables salían del interior de ferreterías y madererías. Motocicletas y triciclos que transportaban paneles de madera, apenas se reflejaban en los pocos espacios que dejaba la cinta canela en los cristales de las casas de San Miguel de Cozumel.
Al llegar al aeropuerto ya había decenas de norteamericanos angustiados y desorientados al descubrirse sin vuelos y sin saber en donde resguardarse. Mi boleto de avión era seguramente el objeto más valioso en la isla en ese momento. Varios turistas ofrecieron lo que fuera por comprarlo, mi reacción fue instantáneamente agarrarlo más fuerte. El ya solitario interior de la terminal aérea era preocupante, sin embargo una sola hilera de personas estaban ansiosas por documentar. Una voz fuerte se escuchó desde el mostrador, “el avión llegará una hora antes y esperamos que sí pueda salir, pero ya no se vayan o pueden perder su lugar”.
No llevábamos maletas pero sí sobrepeso en angustia y nervios por ya querer sentirnos seguros. Una hora más tarde el avión de Mexicana era el único sobre la solitaria pista del aeropuerto. Increíblemente un grupo de unas diez personas descendió del avión, “qué no vieron las noticias!”, me pregunté. En pocos minutos estábamos sentados en el avión que ya se tambaleaba por el viento. Eran las 11:30 de la mañana y al fin parecía que pronto estaríamos escapando seguros. Por la ventanilla miraba como el viento ya doblaba algunas ramas de árboles, el cielo gris eclipsaba a un sol que no saldría en tres días más. Siete minutos detenidos en el extremo poniente de la pista fueron una eternidad para casi 100 pasajeros que estábamos ansiosos por despegar. Después de silencio, rezos y gotas de sudor en la frente el piloto anunció el despegue. El sonido ensordecedor de las turbinas, por primera vez en mi vida me tranquilizaba un poco.
Al despegar pude ver por la ventanilla aves volando a la par del avión intentando encontrar refugio también. Las últimas personas salieron del aeropuerto y la puerta por la que habíamos salido de la sala, estaba ya cubierta con una enorme hoja de triplay. Cozumel se empequeñecía ante mis ojos y se quedaba más aislada que nunca. El avión dio una vuelta sobre la isla, abajo los 60,000 que se quedaban, una selva hermosa, aves y mamíferos endémicos, el segundo arrecife más grande del mundo, el mar turquesa y kilómetros de playas de arena blanca. A 40 pies de altura, la isla se veía tan bella y a la vez tan frágil como una maqueta de papel.
Es difícil describir mis sentimientos de aquel momento, la tranquilidad volvía a mí, pero una tristeza enorme invadía mi corazón, aquella hermosa isla que vieron mis ojos, fue con seguridad el último vistazo de lo que sería destruido en algunas horas. El avión se inclinaba hacia el cielo y Cozumel se hacía más pequeño en la ventanilla, fue inevitable ocultar las lágrimas que salieron de mis ojos. Paradójicamente me estaba yendo, pero mi corazón se quedó en la selva de Cozumel donde se estremeció durante tres días que duró la destrucción del huracán Wilma.
Meses después regresé y platiqué en Cozumel esta historia a un anciano el cual luego de sobrevivir decenas de huracanes durante su vida en la isla me dijo, “este es el precio de vivir en el paraíso”. Hoy nuestro querido Cozumel se recupera una vez más, para ser un pedazo del cielo en la tierra.
Cozumel, Quintana Roo
7 de marzo del 2007
Mis buenos deseos para mis amigos en Cozumel, si pudieron con Emily y Wilma podrán con Rina esta vez. Por favor no olviden guardar a todo los animales de la selva en sus casas.
Morelia, Michacán
25 de octubre de 2011