Tuesday, February 21, 2012

Campeche, pueblo chico infierno grande


Mientras el mundo se congela y muere de frío, aquí en la capital del Pan de Cazón-Campeche, el termómetro marca 34°C en pleno invierno. Desde que llegue me sorprendió la escasa gente que anda por las calles, el centro tan colorido bien podría ser un set de alguna película hollywoodense, de esas donde sacan alguna fiesta latina con banderolas, piñata y música. La ausencia de vida en las calles en realidad es consecuencia del calor vespertino que determina la vida cuasi soporífera de los campechanos.

Caminar por las calles de Campeche es acción remitida solamente a los turistas que no tienen más que deambular con pañuelo en mano y sombrero en cabeza, para intentar descubrir algún interesante lugar de esta tranquila ciudad. Los cuerpos obesos de los campechanos son evidencia de la vida sésil que se columpia en una habitación en penumbra. Comer y dormir, comer y dormir, el calor determina las horas que deben estar en casa escondidos del sol, y el hambre determina el momento en que es tiempo de salir a buscar una marquesita, un hotdog o unos panuchos.

Las frutas y verduras son de otro planeta, en este sólo existe el frijol, el arroz y la cebolla morada. Conseguir un jugo de naranja es un reto, pero en cualquier tiendita puedes conseguir la colección completa de la coca cola en todas sus presentaciones. El lunes es día del frijól con puerco y el viernes... también.

El transporte como toda pequeña ciudad es una pesadilla, hay que esperar hasta media hora bajo el sol el camión que te llevará aquí a dos kilómetros, poca distancia en metros pero grande en sudor e insolación. Los taxis son una plaga en la mayoría de las ciudades, sin embargo en esta es más fácil regresar caminando antes de tomar uno vacío.

Hoy es día libre porque es martes de Carnaval. Buen día para ir a una alberca y hacer burbujas bajo agua fresca, pensé. Botana lista, libro listo, traje de baño listo. Luego de intentar pedir un taxi sin éxito salgo a intentar agarrar uno a la calle. Me resguardo bajo la poca sombra del medio día, espero, pasa uno que otro auto rompiendo las celdas de calor, media hora, no pasa ni un taxi ni el camión. Al parecer el día libre incluye a todos excepto al calor que sigue irradiando. Porqué no ponemos celdas solares en todas las azoteas de la Península de Yucatán, me pregunto.

Finalmente ante el fracaso de intentar salir a refrescarme, estoy más derretido y fundido que un chocolate olvidado en el tablero de un auto negro. Decido finalmente regresar a casa, a mi pedacito de cielo, donde mi dios de 1000 watts me mantendrá alejado de este infierno grande. Estaré guardado inmóvil hasta que el señor sol decida que de nuevo es hora de que la vida salga por cada puerta de este pueblo chico infierno grande.